El último día de mi trabajo de campo en Cabuyaro, caminaba hacia la agencia de La Macarena y, justo allí, en el camino, estaba don Egidio, sentado en su mecedora. Yo, con mi hamaca sobre la maleta, me gané el regaño del viejo “quítese eso que parece un godo”. Sabía de lo que hablaba. Había pasado varios años en las filas de las guerrillas liberales, como mal llaman los libros de historia a la “revolución liberal” en la cual se enfiló a los 17 años, al poco tiempo de casarse. Yo, en mi infinita ignorancia, solo atiné a reírme.
Habíamos hablado un par de veces, algunas de ellas en entrevistas difíciles porque es difícil hablar con los ecos de memorias tan grandes. Pero la presencia de un extraño, un antropólogo del Instituto Departamental de Cultura del Meta, nunca le quitó el humor. Y ¡ay! Dios santo, si le gustaba hacer chistes al hombre, de todos los colores y sabores. Ese era su lenguaje y la forma más sencilla de dialogar con las memorias de sus huesos, las de las faenas de rio, el compartir con los amigos, aquellas con el gran amor de su vida: su esposa, pero también las de las tomas godas, las fincas arrasadas, los asesinatos sistemáticos por parte de las fuerzas del estado y los regueros de sangre que dejaban a su paso. Seguí con lo mío, acomodando la hamaca para no parecer un asesino, y seguí la calle hasta llegar a la agencia. Esa fue la última vez que lo vi, siempre con las ganas de volver a aquel pueblo, a orillas del rio Meta, que me devolvió los recuerdos tiernos que creí perder y me revitalizó el alma al encontrar personas tan berracas con la vida, hombres y mujeres recios, los jinetes indomables del rio.
Creo que uno no alcanza a dimensionar la muerte, ese último momento en el cual todo desaparece. De eso saben mucho más los viejos, esos seres del crepúsculo que son bibliotecas andantes, memorias vivas de un tiempo que nos resulta presente solo a través de sus relatos y las historias de los libros. Hoy en día, los mayores son vistos como estorbos, seres inútiles, gastos de pensión y salud para un sistema ineficiente y burocrático. Esa visión nos impide, en muchas ocasiones, entender la riqueza sus memorias vivas al relegarlos a la esquina de las telarañas, a la rabia por la terquedad de sus andanzas y la incomprensión de cargar con tanto sobre sus espaldas. No creo que los viejos sean santos, nadie lo es, pero si testigos de un tiempo que ya no existe sino en sus cabezas, más aún, de una memoria presencial que ningún documento es capaz de plasmar en su totalidad.
Escribo esto con tristeza de no haber vuelto a Cabuyaro porque, bueno, este país invierte más en burócratas inútiles que en investigación social. Y lamento profundamente no haber vuelto antes a esa casa de pisos amarillos, al lado de esa mecedora de colores, junto a esa memoria viva que ahora nos cuidará desde sus faenas en el gran rio del más allá.