Un gracias es todo lo que puedo ofrecerle

Escrito por: Luis Carlos Cepeda Villar

Debe ser porque es junio, porque me parece que el ambiente en Colombia huele a cansancio, o a que llueve casi todos los días, que creo escuchar Las tardes grises de junio de Jorge Guerrero en cualquier lugar. Es eso, o se me corrió la teja del todo.

Entro a una tienda a comprar una botella de agua, está sonando la canción. Paso cerca de un billar o una cantina, los clientes tararean la canción. Prendo la radio, ¡y oh sorpresa!, el locutor anuncia que a petición de un fiel oyente dejará sonar esa canción. Incluso el otro día, mientras pagaba el recibo de la luz, un reciclador, muy impávido él, caminaba por la calle empujando una carreta de la cual a todo volumen Guerrero cantaba su famoso tema.

Tal vez sea esa inevitable manía mía de ver todo desde la óptica literaria, que creí en un primer momento que aquella sucesión de encuentros musicales trataba de decirme algo. Pero a pesar de mi rápida búsqueda, temía que el supuesto mensaje se diluyera en la región del olvido, no lo encontré. O no lo vi, o era de nuevo mi habitual sobrepensadera haciendo de las suyas.

Por suerte se me pasó la pendejada. Luego, pensé en la acertada decisión de acompañar mi existencia con la música de Jorge Guerrero. No recuerdo con exactitud el momento en que empecé a escucharlo, pero viviré agradecido por siempre a lo que sea que me haya acercado a él. 

Es extraño el aprecio que siento por este cantautor, su único mérito para despertar mi afecto, es hacer parte de su obra una gran oda a la melancolía. Pero de alguna manera creo entender aquella estima. Me reconozco en esa nostalgia artística del «Guerrero del folclore», en esa manera tan suya de expresar el dolor y en la sensibilidad que le permite compartirlo con sus seguidores.

Y es que a quien no se le ha suavizado la vida al escuchar un «guerrerazo», que alce la mano al que Guayabo de mes y pico no le haya arrugado el pecho, o que Mi testamento no haya intentado lagrimearle los ojos. Nadie mis hermanos, que ose decir amar la música de la tierra plana, habrá salido ileso de las letras del hijo querido de Elorza. 

Esa voz lastimera y sosegada ha paliado los días más amargos de muchos. Nos ha recordado lo intrascendente de nuestras vidas, y lo bueno que así sea. Nos ha enseñado a ir por el mundo sin tanto afán ni complique y ha acompañado esos tragos en nombre de un amor traicionero, o un calambre en el alma.

Un gracias es poco, pero es lo único que puedo ofrecerle al señor que ha inspirado este texto. Espero el destino lo trate con la mayor benevolencia posible y que los aparatos de sonido no lo apaguen jamás.

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