Escrito por: Laura Mora
Recientemente se celebró el Día de las Personas Adultas Mayores (24 de agosto) y, más recientemente, el Día del Amor y la Amistad en Colombia. Hoy aprovecho este espacio para escribir algo diferente: un pequeño viaje a mi historia personal que, quizá, al leerlo, les recuerde sus propias infancias y a sus abuelos.
Mi abuela paterna se llamaba Irene. Creció en el campo, entre tradiciones llaneras, y más adelante se mudó al pueblo, donde siguió llevando consigo esa esencia campesina que la acompañó toda su vida. Era una mujer de carácter firme, pero con un corazón gigante. Todos la conocían por su nobleza y generosidad. Una llanera orgullosa, defensora de sus raíces.
Su cocina siempre olía a llano. A pesar de las limitaciones económicas, nunca faltaba algo para compartir con hijos, nietos y vecinos. Así era Irenita, como cariñosamente la llamaban.
Recuerdo que al llegar a su casa siempre había tungos de arroz, agua de panela, cafecito y pan de arroz.
En diciembre, la casa se llenaba de vida. Usábamos el horno de barro para preparar una buena lechona. Ella disfrutaba especialmente esas fechas, cuando hacía chicha de unama, masato de arroz y otras delicias llaneras que reunían a toda la familia. Así son las familias del llano: generosas, alegres y con buena sazón. Así era mi abuelita.
Su casa, de bareque, tenía paredes gruesas y cálidas. La decoración no seguía tendencias minimalistas: en nuestros pueblos, el arte está hecho de recuerdos y tradiciones que se sienten vivos en cada rincón. Irenita tenía totumos, lanzas de los cachaceros de las cuadrillas de San Martín, la cabeza de una payala, carteles de las cuadrillas y de su San Martín, e instrumentos indígenas para hacer casabe.
El patio —o “solar”, como le decíamos— era enorme. Allí había gallinas, patos, pajaritos, flores y plantas medicinales.
Cada año nos reunía para un ritual de purga: tomábamos un macerado de paico y luego, para suavizar el amargor, una cucharadita de panela rallada. Así se manejaban las cosas en el llano.
Su casa también olía a sopa de cuajada, hecha con arroz, leche, papa y trozos de cuajada. Tal vez a los de la zona andina no les guste, pero en el llano tenemos nuestra versión mejorada de la changua. Otro infaltable era el machuque: plátano maduro en puré con cuajada o queso rallado.
Aunque ya no vivía en el campo, mantenía la rutina de siempre: levantarse muy temprano y acostarse, como decía, “como las gallinas”, al caer el sol.
No sé cuál fue su truco. Tuvo más de diez hijos y crió a otros como propios. Fue una gran mamá, una gran abuela, amiga leal y auténtica llanera.
Irenita partió en diciembre, su mes favorito: el mes de los olores, de las tardes llenas de preparaciones típicas y de reuniones familiares. Ese era su momento de mayor felicidad.
Estoy segura de que casi todos los llaneros y llaneras tuvimos abuelitas o abuelitos como ella. Nos heredaron tradiciones, costumbres y memorias que hoy nos acompañan. Y aunque ya no estén, siempre los recordamos…
Porque en cada aroma de café recién hecho, en cada pan de arroz, en cada risa alrededor de una mesa grande, Irenita sigue viva. En sus enseñanzas y en sus gestos sencillos nos dejó un legado que trasciende el tiempo.