El mango: el árbol estoico del llano

Escrito por: Luis Carlos Cepeda

Cuando el verano está por culminar y el invierno se acerca, hay un acontecimiento que sin duda alegra la vista al recorrer las carreteras de los llanos orientales: la temporada de los mangos. Da gusto ver esa cantidad de pepas verdes y amarillas colgando de los árboles, tan inmensa que a veces da la sensación de que nunca fueran a acabarse.

Y es que, a pesar de las altas temperaturas, en ocasiones alcanzan los 36, 37 C°, este árbol consigue sostenerse y lograr una producción de frutos impresionante. Tan grande es su cosecha, que durante el segundo trimestre del año el mango se convierte en el alimento más accesible (por no decir que gratuito) de todas las clases sociales de la región, y también, en uno de los de mayor variedad gastronómica.

En una primera etapa, lo encuentras en la presentación más apetecida de niños y adolescentes: el mango biche, de la mano de mucha sal, limón y pimienta. Luego está la presentación favorita de las mamás: el jugo de mango. De ahí en adelante se te puede aparecer en un dulce, un postre o en una ensalada para acompañar las comidas, y claro, en el menú habitual de las heladerías.

Pero el mango no solo te ofrece su exquisita fruta, al ser tan frondoso y casi siempre de gran tamaño, la frescura de su sombra te protege de esos calores inhumanos. La infusión de sus hojas es usada para desinfectar heridas o tratar enfermedades gastrointestinales. Y cuando su tiempo ha llegado a su final, sus hojas y ramas secas son el combustible perfecto para una hoguera, y su madera, la materia prima de muebles e instrumentos musicales.
Sin duda, uno de los árboles más pluri serviciales que se encuentra en la Orinoquia.

Su existencia es un símbolo de abundancia, de seguridad alimentaria, en tiempos de escasez, cualquier mango es caviar. También es una oda a la resistencia, al estoicismo. Ni el verano más fuerte, ni la falta de cuido, ni las piedras que le lanzan para bajar sus frutos, logran mermarlo. Intacto e incólume, nos demuestra una vez más que la naturaleza, la vida misma, no sigue lógicas ni maneras dictadas por el hombre.

Quizás su único punto negro, si es que queremos encontrarle uno, es el chiquero que deja tras la mudanza de su follaje y el mosquero causado por la mancha blancuzca de su fruto. Pero siendo justos, para un árbol de tan generosas regalías, que nadie abona ni riega, que por lo general ni siquiera se siembra –basta con arrojar una pepa de mango a cualquier parte y esperar que la lluvia y el sol hagan el resto¬–, es un precio más bien irrisorio el que debe pagarse.

Tal vez no lo recuerde –entre más cotidiano es un evento, más invisible se vuelve¬¬– pero es muy probable que algunos pasajes de su vida estuviesen acompañados por la presencia de este árbol. Desde una divertida bajada de mangos con amigos o familiares, o mecido en un chinchorro contemplando la existencia bajo su sombra, él siempre fue el aliado perfecto de esos ratos alegres y apacibles. Tan perfecto que, pese a no recibir reconocimiento por su benevolencia, año tras año la siguió ofreciendo sin ningún reparo.

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