Dios salve las peluquerías

Escrito por: Luis Carlos Cepeda

Mientras aguardaba mi turno en la peluquería, sonaba una canción que me atrajo. Era una mezcla entre banda y electrónica, con un ritmo fiestero y una letra maleantosa, como le dicen ahora a los temas que van de violencia y narcos. Pero no fui el único que la encontró pegajosa, el señor que estaba a mi lado marcaba con su pierna derecha el tempo de la canción, y lo propio hacía un muchacho de gorra negra, pero con su cabeza.

Sonreía con suavidad pensando en lo curioso y divertido de la escena, 3 tipos de distintas épocas engomados con una canción belicosa, cuando mi memoria a capricho propio evocó una imagen de años atrás. Adornadas con cuadros a blanco y negro, donde los modelos lucían sus raros peinados nuevos, y por lo general, subidos a una motocicleta; vitrinas con productos de belleza, casi todos de marca Marcel-France; revistas gastadas con los cortes que los clientes podían elegir, y una señora vestida de enfermera haciendo las veces de estilista, así recuerdo a las peluquerías en mi infancia.

Hoy, muchos de esos lugares han dejado de existir. Ahora, un concepto más moderno, hiperhormonado, luminoso y chip, se ha apoderado del embellecimiento capilar en los llanos orientales. Las Barber Shop o barberías, como se les conoce popularmente a estos nuevos centros de estética, han desplazado de manera rápida en el último tiempo a los tradicionales salones de belleza, hasta dominar casi en solitario el mercado, sobre todo en el público masculino.

Promovidas en gran parte por la alta migración de ciudadanos venezolanos, las barberías ofrecen un ambiente con visuales más agradables, utensilios sofisticados, cortes vanguardistas y una atención más preferencial a sus clientes. Mientras esperas tu turno, divisas en un cómodo diván los videos musicales que ofrece una pantalla de 35 pulgadas, y de paso te pones al tanto de los éxitos del momento. Al son de reguetón, bachata, guaracha, salsa, incluso banda, vives la cotidiana experiencia de un corte de pelo.

El progreso ha hecho que muchos de los lugares que conocíamos en otrora desaparecieran, o que en virtud de su instinto de supervivencia, hayan reestructurado su esencia para seguir con vida. Las peluquerías son un claro ejemplo de ello. Las que siguen recibiendo ese nombre, han debido replantear sus servicios, estética y ambiente, de otra manera, corren el riesgo de ser arrasadas por este nuevo fenómeno estilístico, al igual que muchas de sus colegas.   

Sin duda, a la luz de las comparaciones, de por demás injustas, las diferencias entre las peluquerías y las barberías son notorias y muy dicientes. Mientras las primeras vivieron su esplendor bajo la sepia era analógica, las segundas van de la mano de una exponencial y sin límites revolución digital.

Pero sin importar la denominación que reciban estos centros de estética, ni sus servicios prestados, hay cierta cuestión que los hermana, que los asemeja a pesar de las notables diferencias. Al visitar estos lugares, te introduces en una especie de resquicio temporal que te abduce mientras te cortas el cabello. Y entonces, la vida, esa que transitamos muchas veces sin saber por qué o para que, que en lo sucesivo no le encontramos ni forma ni sentido, se queda afuera de la peluquería.

El mundo, tal y como los conocemos, con sus afanes y atropellos, sucede en otro lugar, no allí. Encuentras divertidos por muy malos que sean los chistes de la estilista, te causan gracia las anécdotas del barbero y prestas suma atención a los chismes contados por los clientes.

En teoría, vamos a estos sitios para darle gusto al sujeto del espejo, para satisfacer su vanidad. Pero paralelamente, casi a modo de equilibrio, buscamos que el ser de carne y hueso pueda descansar el peso de su existencia, así sea por un instante, así sea a punta de narco electrónica.

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