Crónica escrita por: Luis Carlos Cepeda
Fotografía de: Luis Carlos Cepeda
—Mi comandante, este mensaje es para usted, escuchó doña Rosita decir al hombre que llegó corriendo. Una hora después, la «revolución» abandonaba nuestros predios.
Era la época de la guerra, o de la violencia como la llaman ahora. Liberales y conservadores se daban bala y machete venteado, no respetaban nada, en especial los godos. Era gente muy desalmada, asesina. A don Julio, un compadre de mi papá, lo mataron a plomazos delante de la vereda por no querer cambiar de bando. En su lecho de muerte, gritaba vivas al partido liberal y se vanagloriaba de que su sangre fuese roja y no azul.
De esa guerra perdimos a mi abuela y a una tía. A mi abuela se la llevaron los godos una tarde de junio y nunca más volvimos a saber de ella. De mi tía, nos enteramos años más tarde que un cabecilla de la revolución la hizo su mujer. La «revolución», así llamaban los viejos a las guerrillas comandadas por Guadalupe Salcedo.
Mi hogar era liberal, no del fanático, pero liberal al fin y al cabo. Sin embargo, en ocasiones tocaba voltearnos, arengar vivas al doctor Laureano Gómez y al partido conservador, o si no arriesgábamos correr la misma suerte de don Julio. Por supuesto que la «revolución» conocía nuestra estratagema, por eso nunca se metió con nosotros.
Para mí fue el año de 1951 cuando ocurrió lo que voy a contar, aunque según parece no es la fecha correcta.
Vivíamos en la vereda Las Mesas, en ese clima espectacular que tiene Támara y rodeados por el imponente rio Pauto. Mi madre, doña Rosita, se dedicaba al cultivo de café. Don Emiliano, mi padre, se encargaba de la manutención de los pocos animales que teníamos: cuatro vacas, una mula y dos perros.
Una mañana mientras mi padre ordeñaba las vacas, alertó la presencia de un grupo de hombres que se aproximaba a paso firme hacia su predio. A pesar de la distancia, pudo constatar sin ninguna duda la procedencia de aquel grupo. Era gente de la «revolución».
Cerca de 40 hombres de a pie, armados hasta el fundillo, hicieron presencia esa mañana en nuestra finca. El líder de ellos, al cual llamaban comandante, se acercó a los dueños de casa y les confirmó quiénes eran, y el motivo de su visita. Además, solicitó comida y posada para él y sus hombres durante el tiempo que permanecieran allí.
El propósito de la cuadrilla era tomarse el sector denominado Minas, matar al viejo que mandaba en el lugar y a unos cuantos que ya estaban fichados. Minas era un punto azul, donde los godos transitaban y pernoctaban a sus anchas.
Antes de desempacar, el comandante previno a doña Rosita para que escondiera, si tenía, a sus hijas o a cualquier otra mujer joven que se encontrara en la finca. A su mando, había hombres de toda clase, desde el más devoto seguidor de los ideales de Gaitán, hasta el que solo necesitaba una excusa para liberar sus demonios internos. Es que la «revolución» era tremenda, no igual a los godos, pero de vez en cuando también hacían sus fechorías.
Mi madre acató la advertencia del comandante y mandó a don Emiliano a esconder a mis cuatro hermanas y a mí. Nos llevó hasta una peña bastante pedregosa, no muy lejos de casa, y allí permanecimos escondidas dos días. Mi padre se las ingenió durante ese tiempo para escaparse sin ser visto y llevarnos algo de bocado.
Los hombres de la «revolución» inspeccionaron con cautela la zona antes de dar el golpe. Minas estaba a tan solo tres horas a pie de Las Mesas. La operación debía ser un éxito, era la oportunidad perfecta para contraatacar a los pájaros y vengar a algunos compañeros y miembros del partido asesinados durante los últimos meses.
Llegado el día, la «revolución» ultimaba detalles. El plan se desarrollaría en la noche, la idea era aprovechar la oscuridad para garantizar la efectividad del ataque. A eso de las cuatro de la tarde, cuando el sol ya comenzaba a esconderse, uno de los vigías divisó a varios metros de distancia a un hombre que corría hacia ellos. De inmediato las alarmas se activaron, todo el mundo se despabiló y enfundó su revólver por si las moscas.
El hombre corría presuroso y decidido, como si de su marcha dependiera una misión muy especial. Al entrar en un rango de visión más favorable para el vigía, este gritó aliviado:
— Es de los nuestros, mi comandante. Es el Jacinto.
La tranquilidad volvió a los cuerpos de todos allí y las pistolas retornaron a sus fundas. Agitado por la carrera, Jacinto entró a la finca preguntando sin saludar por la ubicación del comandante.
—Por allá está, le señaló el índice derecho de uno de sus compañeros.
Era inusual ver a Jacinto en medio de una operación, su rol y funciones eran muy distintas al de las armas, por lo que la mayoría estaba intrigado de su presencia.
—Mi comandante, este mensaje es para usted, exclamó Jacinto luego de entregar la carta que con delicadeza y cuidado transportó durante su travesía hasta aquí.
— ¿Quién lo envía?, preguntó con firmeza el comandante.
—Del alto mando, mi comandante, contestó de inmediato Jacinto.
En efecto, la carta provenía del comando central de las guerrillas liberales de los llanos orientales. En ella, palabras más palabras menos, explicaba a sus receptores que tras alcanzar algunos acuerdos con el gobierno, toda actividad militar por parte de los dos bandos quedaba suspendida. Cese al fuego bilateral, rezaba la carta.
El grupo, que prestaba atención suprema al comandante durante la lectura de la carta, puso cara de asombro cuando este terminó de leerla.
— ¿Qué pasó mi comandante?, preguntó con cautela uno de sus hombres de confianza.
El comandante, algo decepcionado por el mensaje recibido, contestó a media voz:
—Mi general Salcedo acaba de firmar la paz con Rojas Pinilla, de Moreno pá bajo.