Bloguera: Leni Murcia Naranjo
El campo colombiano ha sido históricamente marginado por un modelo de desarrollo centralista, extractivista y urbano-céntrico, que ve lo rural como lo atrasado, y lo urbano como la promesa. La violencia, el abandono estatal y la precariedad han alimentado el mito de que en el campo solo hay pobreza y atraso.
En muchos de mis recorridos por Colombia, el paisaje humano se repite como un eco doloroso: casas vacías en las veredas, cultivos que se marchitan por falta de manos, y jóvenes cuyos sueños se apagan ante puertas cerradas para estudiar o trabajar. Pero lo que más hiere no son las imágenes, sino las palabras que las acompañan, siempre las mismas, siempre crudas: “No hay oportunidades en el campo”. Una frase que me parte el alma y, por un momento, me deja sin aliento.
Según cifras del DANE, la población campesina en Colombia supera los 15,2 millones de personas, lo que representa cerca del 30 % de la población total del país. A pesar de su peso demográfico y su papel fundamental en la seguridad alimentaria, los jóvenes rurales siguen siendo invisibilizados en las políticas de desarrollo. Reconocerlos como actores clave en la construcción de un campo sostenible y próspero no es solo una deuda histórica, sino una urgencia. Para lograrlo, se requiere una acción articulada entre el Estado, las organizaciones sociales y el sector privado, que garantice acceso a oportunidades reales en educación, empleo, tierra y participación.
Cada vez que un joven dice: “me voy a la ciudad porque aquí no hay futuro”, perdemos no solo una persona, sino un legado, una fuerza vital para el territorio. Romper con ese ciclo exige políticas públicas coherentes, que reconozcan la dignidad del trabajo campesino, que garanticen conectividad, educación superior en territorio, vías adecuadas, crédito justo y acceso a tierras.
Si bien es cierto que el Estado, a través de distintos gobiernos, ha impulsado esfuerzos para promover la educación rural dirigida a los jóvenes en territorios campesinos —especialmente mediante instituciones como el SENA—, lo logrado hasta ahora es insuficiente. ¿De qué sirve que un joven estudie una carrera técnica agropecuaria si no tiene acceso a la tierra, a la compra de animales o al capital necesario para cultivar?, ¿Qué sentido tiene que quiera quedarse en su territorio si las únicas ofertas laborales disponibles se limitan a empleos que no responden a su vocación ni a su identidad, como el trabajo en industrias extractivas o metaleras? La educación rural, por sí sola, no transforma realidades. Necesita ir acompañada de políticas económicas que garanticen medios de producción, infraestructura, crédito accesible y un entorno digno para vivir y emprender desde el campo.
Es urgente desmontar la idea errónea de que los jóvenes no quieren quedarse en el campo. ¡Claro que quieren quedarse! Desean vivir en sus territorios, ejercer su libertad enraizados en una cultura campesina solidaria, cerca de sus familias, de sus saberes y de los legados que han recibido. Pero ese deseo se enfrenta con una realidad dura: la escasez. El sueño se vuelve cuesta arriba cuando acceder a un empleo digno es casi imposible, o cuando las oportunidades educativas no se ajustan a sus intereses ni a las necesidades del territorio. No es falta de voluntad, es falta de condiciones. Muchos caminan con su hoja de vida bajo el brazo, recorriendo despachos municipales, esperando que el alcalde de turno escuche sus ideas —en turismo, agroindustria o economía solidaria— y les dé una oportunidad. El problema no es la falta de amor por la tierra, sino la falta de garantías para habitarla dignamente.
Este es un llamado urgente a las entidades estatales para que dejen de actuar como islas desconectadas entre sí. La transformación del campo no se logrará con decisiones fragmentadas ni con planes diseñados a espaldas de los territorios. Es hora de coordinar esfuerzos, pero también de pisar el barro, de ir más allá del escritorio y asumir, de forma directa, la responsabilidad institucional que les corresponde. Tomar decisiones desde la comodidad de una oficina, con café caliente y servicios públicos funcionando sin fallas, puede parecer sencillo. Pero la realidad rural exige otra cosa: presencia, escucha y acción. Como canta Silvio Rodríguez en Harapos: «Qué fácil es protestar por la bomba que cayó / a mil kilómetros del ropero y del refrigerador / qué fácil es escribir algo que invite a la acción / contra tiranos, contra asesinos, contra la cruz o el poder divino / siempre al alcance de la vidriera y el comedor».
La distancia entre el discurso y la realidad debe acortarse. Y eso solo será posible cuando el Estado deje de mirar el campo desde la lejanía y comience a construir con él, no sobre él.
Cuando ya no se escuche: “No hay oportunidades en el campo”, significará que habremos logrado lo impensable: que la vida rural deje de ser una condena y vuelva a ser una elección digna y deseable. Ese día llegará cuando como país entendamos que sin campo no hay ciudad, y sin dignidad rural no hay paz posible. Ese día no es utopía, es tarea de todos. Y comienza hoy.