Bloguera: Leni Murcia Naranjo
Hace unos días fui invitada a conocer una experiencia productiva del modelo campesino en el departamento de Boyacá. Durante la visita, hubo algo en particular que llamó mi atención: mientras las mujeres cocinaban también compartían historias de resiliencia y se aconsejaban unas a otras—jóvenes, niñas, adultas y ancianas—frente a diferentes situaciones de la vida.
Esta escena me generó múltiples reflexiones sobre el papel de la cocina como un espacio de encuentro, transmisión de saberes y fortalecimiento comunitario. Más allá de ser un lugar destinado a la preparación de alimentos, la cocina se convierte en un territorio de resistencia, donde las mujeres no solo alimentan cuerpos, sino también memorias, afectos y redes de apoyo.
Mientras observaba cómo compartían sus historias, comprendí que la cocina es un espacio de sanación colectiva, donde las experiencias de vida se entrelazan con los sabores y las tradiciones. Las jóvenes escuchaban atentamente los relatos de las mayores, aprendiendo de su fortaleza y sabiduría, mientras las adultas ofrecían consejos desde su experiencia. Este diálogo intergeneracional no solo fortalece los lazos comunitarios, sino que también reivindica el papel de las mujeres como guardianas de la memoria y la cultura campesina.
También reflexioné sobre cómo, en muchos casos, la cocina ha sido vista como un espacio de confinamiento para las mujeres, relegándolas a la esfera privada. Sin embargo, en algunas comunidades, la cocina se ha transformado en un espacio de empoderamiento, donde las mujeres se reconocen entre sí, se apoyan y construyen estrategias para enfrentar los desafíos de la vida.
Este encuentro me llevó a preguntarme: ¿Cuántas historias de resistencia y lucha han sido tejidas en los fogones campesinos? ¿Cuántas decisiones importantes se han tomado entre ollas y cucharas, mientras se cocina el futuro de una comunidad?
La cocina, lejos de ser solo un acto doméstico, es un acto político y social, donde se reivindican derechos, se fortalecen identidades y se construyen redes de solidaridad. En este sentido, la experiencia en Boyacá me recordó que el cuidado y la alimentación son también formas de resistencia, y que cada plato preparado con amor y conciencia es una manifestación de lucha por la dignidad y la autonomía de las comunidades campesinas.
Este proceso de transformación no ocurre de manera aislada. Las mujeres que participan en estas iniciativas no solo están cocinando alimentos, sino también tejiendo redes de solidaridad, compartiendo conocimientos y construyendo estrategias colectivas para enfrentar las desigualdades estructurales que han marcado sus vidas. En cada olla comunitaria, en cada fogón encendido, se materializa una forma de resistencia que desafía el modelo patriarcal y reivindica el derecho a la autonomía.
La cocina, entonces, se convierte en un espacio de memoria y justicia, donde las historias de lucha y resiliencia se transmiten de generación en generación. En estos encuentros, las mujeres no solo alimentan a sus comunidades, sino que también alimentan la esperanza de un futuro más equitativo. La recuperación del protagonismo femenino en el espacio público a través de la cocina demuestra que el cuidado no es una tarea menor, sino una acción política que sostiene la vida y fortalece los lazos comunitarios.
Además, la cocina como espacio de resistencia permite redefinir el concepto de trabajo, desafiando la lógica capitalista que históricamente ha invisibilizado las labores de cuidado. En este sentido, las ollas comunitarias y otras iniciativas similares no solo garantizan la seguridad alimentaria, sino que también abren la puerta a nuevas formas de organización económica, donde la reciprocidad y la cooperación reemplazan la explotación y la acumulación.
Este fenómeno nos invita a reflexionar sobre la necesidad de reconocer y valorar el trabajo de cuidado como un pilar fundamental de la sociedad. La lucha feminista desde lo privado no se limita a exigir derechos individuales, sino que busca transformar las estructuras que perpetúan la desigualdad. La cocina, lejos de ser un espacio de confinamiento, se convierte en un territorio de emancipación, donde las mujeres recuperan su voz, su poder y su capacidad de incidir en las decisiones que afectan sus vidas y las de sus comunidades.
Así, el acto de cocinar deja de ser una tarea doméstica impuesta y se convierte en una herramienta de transformación social. En cada plato preparado con conciencia y dignidad, se reivindica el derecho a la alimentación, a la autonomía y a la participación. La cocina, como espacio de resistencia, nos recuerda que el cuidado es una fuerza poderosa capaz de reconfigurar el mundo desde lo más cotidiano.