Leni Viviana Murcia Naranjo
Líder del Observatorio de Derecho Agrario de UNIAGRARIA
Jimena Carrillo Rodríguez
Estudiante de Derecho – Observatorio de Derecho Agrario de UNIAGRARIA
Andrey Nicolás Aldana Quiroga
Estudiante de Derecho – Observatorio de Derecho Agrario de UNIAGRARIA
Este artículo es resultado de los procesos de investigación, análisis territorial y reflexión jurídico-social desarrollados en el marco del Observatorio de Derecho Agrario de UniAgraria, cuyo trabajo se orienta al estudio crítico de las relaciones entre derechos fundamentales, territorio, ruralidad, comunidades étnicas, campesinas y políticas públicas en Colombia.
En Colombia solemos repetir que los niños y las niñas son el futuro del país. Lo decimos en discursos públicos, en campañas institucionales, en normas constitucionales y en sentencias judiciales. Sin embargo, basta con mirar los territorios periféricos —aquellos que nunca han sido prioridad— para constatar una verdad incómoda: la infancia, especialmente la infancia indígena y campesina, sigue siendo uno de los sectores más abandonados por el Estado.
El hambre no es una cifra. El hambre tiene rostro, nombre, territorio y pertenencia cultural. Según datos oficiales, hasta septiembre de 2025, 115 niños y niñas murieron por causas asociadas a la desnutrición en Colombia, y más de 392.000 menores de cinco años sobreviven hoy en condiciones de desnutrición crónica. Estas cifras no son accidentes estadísticos: son el resultado directo de un modelo estatal que administra la pobreza, pero no la erradica; que promete derechos, pero no los garantiza.
En departamentos como el Vichada, el hambre infantil es una experiencia cotidiana. Allí, muchos niños apenas acceden a una comida diaria; el agua potable es un privilegio excepcional; el acceso a la salud depende de largas caminatas, ríos intransitables o rutas inexistentes; y los programas de alimentación escolar funcionan de manera intermitente o simplemente no funcionan. En estos territorios, el abandono no es la excepción: es la regla.
La Sentencia T-420 de 2025 de la Corte Constitucional emerge como un pronunciamiento necesario frente a esta realidad silenciada. A partir de una acción de tutela, la Corte visibiliza la situación de los niños y niñas pertenecientes a los pueblos indígenas Sikuani, Amorúa, Piapoco, Piaroa, Achagua, Guayabero y Puinave, habitantes del municipio de Cumaribo y, por extensión, del departamento del Vichada. Informes adjuntos del Instituto Nacional de Salud (SIVIGILA) evidenciaron que el 98% de los casos reportados de desnutrición infantil en el Vichada correspondían a niños indígenas, principalmente en etapas críticas del desarrollo.
Ante la gravedad y persistencia de la situación, la Defensoría del Pueblo interpuso acción de tutela contra el Ministerio de Salud y Protección Social y otras entidades nacionales y territoriales, alegando la vulneración masiva y continuada de los derechos fundamentales de los niños y niñas indígenas del Vichada.
Lo que la Corte encontró fue una vulneración estructural y sistemática de derechos fundamentales: vida, salud, alimentación, agua potable y seguridad social. No fallas aisladas. No hechos excepcionales. Sino un entramado de omisiones, barreras administrativas, desconexión institucional y ausencia de políticas públicas efectivas con enfoque territorial y étnico. Se constató que muchos niños solo acceden a una comida diaria, no cuentan con agua potable, deben recorrer largas distancias para recibir atención médica y asisten a instituciones educativas donde el Programa de Alimentación Escolar (PAE) no funciona adecuadamente por falta de condiciones básicas.
Desde una lectura sociológico-jurídica, esta sentencia no solo protege derechos individuales; desnuda una desigualdad histórica. Reconoce que el territorio también es un factor de exclusión y que pertenecer a una comunidad indígena profunda la vulnerabilidad de la niñez en un Estado construido desde el centro y para el centro. Aunque la tutela se originó en hechos ocurridos en Cumaribo, la Corte constató que la problemática afecta a los cuatro municipios del departamento del Vichada, por lo que extendió la protección a todos los niños, niñas y adolescentes indígenas de la región.
Uno de los aportes más importantes de la sentencia es el reconocimiento de la interdependencia de los derechos fundamentales. No hay derecho a la vida sin alimentación; no hay salud sin agua potable; no hay dignidad sin acceso real a servicios básicos. El problema del Vichada no es únicamente nutricional: es estructural, político y social.
Además, enfatiza el principio de corresponsabilidad: la protección integral de la niñez no es solo una tarea asistencial, sino una obligación compartida entre el Estado, la sociedad y la familia. No obstante, cuando el Estado falla —como ocurre aquí—, esa corresponsabilidad se rompe y los niños terminan pagando el precio más alto.
En la providencia se hace una advertencia clave: la acción de tutela no está diseñada para formular políticas públicas. Sin embargo, cuando la vulneración de derechos es masiva, sistemática y afecta a sujetos de especial protección, el uso excepcional de la tutela se convierte no solo en legítimo, sino en urgente. El derecho constitucional interviene, entonces, como último recurso frente a la inacción estatal. Este punto resulta fundamental desde el debate jurídico-político: no es el poder judicial el que invade competencias, es el Ejecutivo el que abandona las suyas. El fallo destacó que el Estado, en todos sus niveles, incumplió su deber de garante de los derechos de la niñez, particularmente frente a sujetos de especial protección en contextos de marginación histórica.
Aunque existen protocolos, resoluciones y rutas de atención, la experiencia en territorio demuestra que estas no se traducen en transformaciones reales de las condiciones de vida. Desde la sociología del derecho, esto evidencia una tensión constante entre norma y realidad: el derecho existe, pero no llega; se reconoce, pero no se materializa.
El hambre infantil en el Vichada no es una tragedia inevitable; es una consecuencia de decisiones políticas, de prioridades equivocadas y de un centralismo histórico que sigue relegando a los territorios étnicos. Los niños y niñas indígenas no son cifras, ni casos, ni expedientes: son vidas que se agotan en el silencio institucional.
Reconocerlos como sujetos de especial protección implica actuar. Garantizar agua limpia, alimentos suficientes, atención médica pertinente y políticas públicas construidas desde el territorio y con las comunidades, no impuestas desde escritorios lejanos.
Mientras el hambre siga teniendo rostro infantil en territorios como el Vichada, el Estado social de derecho seguirá siendo una promesa incumplida. No basta con sentencias, diagnósticos ni protocolos que no transforman la realidad material de los niños y niñas; se requiere voluntad política, presencia institucional real y políticas públicas construidas desde el territorio, con las comunidades y no sobre ellas. Cada niño que muere por desnutrición no es una estadística fallida: es un fracaso colectivo. Permitir que esa muerte se normalice es erosionar las raíces mismas de la sociedad colombiana. Escuchar a la niñez, garantizar su vida digna y protegerla de manera efectiva no es solo defender derechos fundamentales: es decidir qué país queremos ser y hasta dónde estamos dispuestos a llegar para no seguir fallándoles a quienes, paradójicamente, siguen siendo llamados “el futuro”, mientras se les niega el presente.
Referencias:
Corte Constitucional de Colombia. (2025). Sentencia T-420 de 2025. Sala Segunda de Revisión. Expediente T-10.481.599. Recuperado de https://www.corteconstitucional.gov.co/relatoria/2025/T-420-25.htm